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lunes, 7 de julio de 2014

¡Menos mal!...

¡MENOS MAL!
Llevo mucho tiempo sintiendo mi cuerpo como un cubito de caldo concentrado, mi mente como una olla a presión siempre a punto de explotar, una olla a la que hubieran cegado la válvula de seguridad. Pero ya no.

Antes tuve una vida, vivía tranquilo y sin miedos pero eso se acabó hace ya mucho tiempo. De tener derechos a no tener ninguno. Siempre amenazado con el despido y cargando con mi edad como una losa pesada. Cada vez más horas de trabajo, más responsabilidad y menos dinero. Con los años he llegado a cobrar un cuarto de lo que cobraba y de forma irregular; he tenido que ir vendiendo casi todo lo que tenía valor.

Lo he visto aparecer cada día, bajando de su Porsche Cayenne negro. Sus buenos días consistían en “jalearnos” y “animarnos” a ser mejores trabajadores, a rendir más. “no soy una puta ONG” y “yo no mantengo a vagos” eran sus frases estrella, las he escuchado una y otra vez.

18 años viendo su cara; nunca me había dado cuenta de la maldad y el desprecio de su media sonrisa, hasta ayer, probablemente, porque siempre he evitado mirar su cara.

En cuanto llegó me mandó llamar a su despacho; un chico de unos treinta años de ojos espantados, estaba sentado en un extremo de la sala.

No me dedicó mucho tiempo, me dijo que en su empresa ya no era un buen sitio para mí, que seguro que tendría buenas oportunidades en otro lugar con mi experiencia y mi edad. Sentí, aspiré la crueldad como nunca en mi vida lo había hecho; su mirada burlona brilló. El chico respiraba entrecortadamente. Me quedé allí de pié, en silencio, mientras mi jefe me decía que podía quedarme, si quería, unas semana más para enseñar a mi sustituto y que, por supuesto, eso me lo pagaría aparte.

Algo pesado y oscuro empezó a manifestarse en mi interior, algo desconocido para mí.

-        Bueno, ¿no dices nada? –preguntó  levantándose de su sillón de piel.

Sin mediar palabra me di media vuelta y me alejé de ese lugar. En mi retirada escuché que decía algo sobre el desagradecimiento y la falta de respeto.

Al día siguiente, después de una noche casi en blanco, amanecí con una extraña sensación, una especie de relajación envolvió mi cuerpo. Sentí que la olla exprés ya soltaba gas; no habría explosión, al menos para mí.

Antes de salir de casa repasé mentalmente los detalles de lo que sería mi mañana de trabajo.

Cuando tenía tiempo y una vida que vivir fui cazador. Mataba conejos en el monte por tradición familiar. No me gusta el conejo pero siempre me he comido los que he matado por una especie de mala conciencia. Dejé de cazar hace mucho.

Conduje con cuidado hasta llegar a mi destino, aparqué delante de mi empresa, bajé del coche y entré en el bar donde tomaba café, saludé a todos como cada día. Felipe el dueño se extrañó de que comprara una cajetilla de tabaco. Volví al coche y me fumé un cigarrillo, hacía veinte años que lo había dejado.

Cuando lo vi llegar, bajar de su coche, me sentí poderoso, como un Dios que está a punto de bajar del Olimpo y hacer su voluntad.

Abrí la funda de la guitarra;¡ joder lo que se aprende en la televisión!. Saqué cuidadosamente la escopeta repetidora, acaricié la culata y sentí la frialdad del cañón. Me tomé mi tiempo; hay cosas en la vida que hay que hacer lenta y conscientemente. Comprobé los cartuchos de postas y salí del coche. De algo estaba convencido: no habría sonrisas burlonas esta mañana. Como si tuviera un campo de fuerza a mi alrededor todos se apartaban a verme llegar. Ni una palabra, todos petrificados menos yo.

Como los cornudos fue el último en enterase de lo que se cocía. Hablaba con mi sustituto y me daba la espalda, se dio la vuelta al percatarse de la cara de terror del chico que me miraba despavorido. La escena se congeló, el silencio y la inmovilidad me dejaron una sensación de extrañeza. Sus ojos, su cara, algo que murmuraba. Merecería la pena condenarse, que me condenaran mil veces por vivir ese momento, la oscuridad se manifestó en ese instante. Recuerdo que un fugaz pensamiento atravesó mi mente, acompañándolo una sensación de alivio.

-        ¡Menos mal que no vendí la escopeta!


Creo que fue el último pensamiento antes de descerrajarle dos cartuchazos.

Sed felices o, al meno, intentadlo...

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